El amor de los amigos

10 junio 2011 § 4 comentarios


A mediados de 1985 yo era el secretario de redacción de la revista El Porteño. Por entonces, estaba escribiendo la que fue la primera nota sobre los argentinos que estaban muriendo de sida. Para documentarme, había entrevistado a médicos, a familiares de gente contagiada con hiv y a los propios pacientes. En esa época era todo tan secreto, tan prejuicioso y tan difícil de investigar que no pude encontrar a nadie que supiera a ciencia cierta cuál era la cifra más realista de muertos: según algunos, eran poco menos de 10, pero había médicos que suponían que ya sobrepasaban los 15.

En aquel momento, la opinión pública consideraba que el sida era un problema de los homosexuales (en los medios masivos se lo llamaba “cáncer gay” o “peste rosa”). Y no sólo se lo pensaba como una cuestión muy minoritaria sino que también era visto como algo peor: un tema extranjero. Según los diarios y los noticieros de TV, los que se enfermaban de sida vivían en los Estados Unidos, Europa o Brasil.

En aquellos años, yo mantenía correspondencia frecuente con Néstor Perlongher, entre otras cosas porque me encargaba de publicar en la revista algunos de sus artículos. En una de las cartas le conté sobre la investigación que realizaba para El Porteño porque él estaba escribiendo en San Pablo un libro dedicado al sida y además estaba realizando su investigación sobre los prostitutos masculinos, que se publicó años más tarde como O negócio do michê.

Le pedí una columna que acompañara mi artículo. La columna que escribió Perlongher, muy breve, se puede resumir en una frase: “que el temor de la muerte no nos prive del goce de la vida”. Todo un clima de época en menos de cien caracteres.

En ese mismo número publicamos una entrevista con el escritor norteamericano James Baldwin, autor de El cuarto de Giovanni y de Otro país. Afroamericano y gay, Baldwin decía allí que era doblemente marginal en el sistema cultural yanqui, pero aclaraba, que al ver la situación de los homosexuales y los afroamericanos que no eran famosos como él, se sentía un marginal de lujo.

Por último, en ese mismo número publicamos también la entrevista a Michel Foucault en la que hablaba sobre la amistad gay. Era un número con tantos artículos interesantes para un público intelectual y difusamente disidente, que al encontrame con María Moreno en el estreno de El cuis cuis, de Emeterio Cerro, la misma noche en que la revista salió a la calle, ella me dijo -tajante, como es la Moreno-: “Hay un exceso de material de lectura, no se distingue qué es lo bueno de lo que uno podría saltear. Pusieron toda la carne al asador”.

Tenía razón. Quizá por eso, la entrevista a Foucault pasó inadvertida para el público intelectual. Nadie la debatió. No se habló de ella. Pero yo considero que fue un punto de inflexión en la discusión cultural argentina. Funciona como lo no visto, lo imposible de comprender, de asimilar. Y así, el Foucault que aún hoy se difunde en la universidad argentina no tiene cuerpo, sigue siendo un alma pura, pasteurizada por una lectura que oscila entre el marxismo ingenuo y el anarquismo sistemático.

La entrevista a Foucault me había llegado por una de esas afortunadas conspiraciones de la amistad que fundan tantas cosas buenas. En un encuentro que tuvimos en un bar de Corrientes y Callao, Ricardo Piglia me mostró una publicación cultural italiana que reproducía la entrevista (después supimos que la misma había sido publicada originalmente en 1981 en la revista francesa Gai Pied). Piglia nos acercó ese artículo, porque le pareció que ofrecía un aspecto de la reflexión de Foucault que no se había difundido en nuestro medio y porque pensó que únicamente en El Porteño podría ser publicada.

Y no se equivocaba. Yo había conocido la obra de Foucault incluso antes de ir preso: recuerdo que el primer libro suyo que leí fue Historia de la locura. Sucedió en el verano de 1972, poco después de cumplir los 18. Fue una de esas experiencias que no se olvidan. Tan fascinado quedé con una escritura y una mirada que no se parecían a nada que yo conociera que, desde 1975 y ya en la cárcel, leí todos los demás libros suyos que por entonces se conseguían en la Argentina.

Pero la política de silenciamiento de la homosexualidad es tan poderosa que incluso yo, un gay que tenía a Foucault como uno de sus faros, recién me había enterado de que el filósofo era homosexual varios meses después de su muerte. Y hasta dar con esa entrevista, nunca había leído tampoco ninguna de sus reflexiones explícitas sobre la cuestión gay.

Esa entrevista sobre la amistad gay me resultaba absolutamente enigmática y provocativa. Tenía la fuerza de un koan zen: no me decía qué hacer, sino que me cuestionaba. No me ofrecía un programa, sino un desamparo.

Decía Foucault en ella unas cuantas cosas que yo no había oído jamás. Sus frases se han quedado grabadas en mí. Para empezar, citemos: “la homosexualidad no es una forma de deseo, sino algo deseable” -frase que Caetano Veloso transcribió al portugués y la convirtió en un verso del poema que le dedicó a su amistad con Gilberto Gil; poema que, a su vez, en 1987 yo traduje para la revista Fin de Siglo, de la cual por entonces era secretario de redacción-. Con parsimonia, pero tensando cada vez más la cuerda, Foucault también decía en esa entrevista: “Debemos empeñarnos en devenir homosexuales y no obstinarnos en reconocer que lo somos”.

Y cito otra frase más: “Me parece que tendríamos que ocuparnos no tanto de liberar nuestros deseos, sino de volvernos, nosotros mismos, infinitamente más susceptibles de experimentar los placeres”. Al hacer eje en la amistad gay como forma de transformación existencial, Foucault proponía que la homosexualidad sirviera de base para inventar otra forma de ser, todavía improbable, abierta, no codificada. Cito: “En mi opinión, ser gay no es identificarse con los rasgos sicológicos y con las máscaras visibles del homosexual, sino procurar definir y desarrollar un modo de vida”.

Y terminaba esa entrevista de una forma radicalmente novedosa: “Hay que hacer aparecer lo inteligible sobre un fondo de vacuidad y negar una necesidad, y pensar que lo que existe está lejos de llenar todos los espacios posibles. Plantear un verdadero reto ineludible con la pregunta: ¿a qué podemos jugar y cómo inventar un juego?”. El año pasado, cuando entrevistamos aquí en el Rojas a David Halperin, autor de San Foucault, por una hagiografía gay, él reconoció que cuando leyó esa entrevista en los Estados Unidos de comienzos de los 80 sintió el mismo desconcierto.

¿A qué podemos jugar y cómo inventar un juego? Creo que ahí está la propuesta más radical de Foucault sobre la amistad gay. A diferencia del Lenin que en 1903 se pregunta “¿qué hacer?” como forma de delinear un programa revolucionario global, la pregunta de Foucault rechaza explícitamente cualquier programa (y me atrevería a decir, que también rechaza la revolución como algo deseable). El juego al que invita debe permanecer abierto. No debe transformarse en un programa que conduzca al campo de reeducación.

A diferencia de lo que hoy piensan algunos activistas de la sexualidad, que relacionan a Foucault con alguna de las ideologías del resentimiento, lo que al filósofo francés le interesaba de lo gay no era que a partir de allí se podían entablar alianzas políticas con otros grupos minoritarios o marginalizados para llevar adelante una revolución social, sino la creación de un estilo de vida. La producción de una cultura. Se lo podría emparentar, como él mismo lo hace, con un dandismo a lo Baudelaire.

El gran sueño de una sociedad de amigos homosexuales surgió en el círculo de intelectuales británicos, que comenzó con la defensa que John Addington Symonds realizó de la homosexualidad masculina en la cultura griega (basándose en los estudios de los neoclásicos alemanes del siglo XVIII) y se extendió, a través de riquísimos debates y contribuciones, hasta la comunidad de amigos que fundo Edward Carpenter, pero alcanzó el punto más alto en la obra y la vida de Oscar Wilde.

A pesar de que Foucault no cita en este contexto explícitamente a Wilde (como bien recuerda Didier Eribon en Reflexiones sobre la cuestión gay), su idea de crear un modo de vida homosexual o una cultura gay coincide plenamente con la propuesta que Wilde había arrojado a la discusión pública un siglo antes y de una manera aún más sofisticada y elaborada que la reflexión del francés.

No es el homosexual el modelo que presenta explícitamente Wilde. Nadie en esa época hubiera podido ni siquiera imaginar que eso hubiese sido posible: tampoco Walt Whitman o Walter Pater van a tomar al homosexual como su tema. Hasta muy entrado el siglo XX no se hablará de lo homosexual explícitamente, salvo unas pocas excepciones, que sólo fueron posibles en el campo de la ficción y en un medio cultural más tolerante, como el ambiente intelectual parisino (Proust, Gide y Genet).

A través de reflexiones que se presentaban en código para entendidos, por lo general centradas en la amistad masculina o sobre la personalidad del artista, los intelectuales británicos van a proponer un programa vacío y a la vez más radical que cualquier transformación social: hacer de cada vida una obra de arte y de la amistad la más rica relación social. La amistad es el espacio de la libertad y el goce, enfrentado sistemáticamente a la obligación y la familia.

En algunas de sus obras, tanto Wilde como Carpenter, aunque de maneras diversas, ligan esa transformación al socialismo. Pero no hay que engañarse en ello: el sistema social que Wilde presenta en su famoso ensayo El alma del hombre bajo el socialismo es una utopía que no tiene nada que ver con ningún programa socialista de su época o de cualquier época posterior. Por el contrario, allí realiza una fuerte crítica al autoritarismo y dogmatismo de los partidos de izquierda. La utopía de Wilde tiene en el artista -es decir, en el hombre liberado de las convenciones de su época- el motor de cambio y presenta la nueva sociedad como un mundo en el cual cada uno va a transformar estéticamente su existencia.

Todos los escritores varones que, desde Wilde a Foucault, han reflexionado sobre la amistad gay se han basado en la idea de una comunidad exclusivamente de varones homosexuales. Las comunidades de amigos, tales como las que aparecen en las luminosas páginas de Christopher y su gente, el libro en el que Isherwood habla de las amistades gay en la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial y que ya había retratado en código en Adiós a Berlín, eran férreas fraternidades masculinas. Incluso las opciones más radicalizadas -como la de William Burroughs, quien propuso crear una mafia gay, con grupos de choque incluidos, que copara las ciudades norteamericanas en pie de igualdad con la mafia china, por ejemplo- insisten en la comunidad de varones.

Lo cual no es extraño, porque se trata de reflexiones que no se plantean favorecer una política en el sentido de crear un movimiento programático -como las actuales alianzas gay-lésbica-travesti-transexual-bisexual-intersex más cualquier otro grupo social o sexual que se considere marginalizado-. Por el contrario, la amistad gay es una política que plantea la creación de un espacio en el cual lo central ya no es la identidad del deseo, sino la intensidad del placer. Por eso mismo, no puede ser programática.

La amistad gay (ya sea como se la piensa en la obra de Foucault, de Wilde, de Allen Ginsberg o, incluso, de García Lorca), va a ser presentada como un espacio en el que las relaciones entre hombres se potencien a través de la prevalencia de los afectos, de la creación de nuevas posibilidades y la desexualización del placer (aunque habría que aclarar que cuando Foucault insiste en decir “desexualizar el placer”, quizá habría que entender que quiere decir “desgenitalizar”, como cuando reivindica las relaciones sado-masoquistas como “desexualizadas”, diciendo que fundan una nueva cultura en la cual el sexo no es lo central).

Ese hacer de la vida una obra de arte (es decir, un juego abierto en todos los sentidos) coincide con la propuesta de Friedrich Nietzsche de que “cada uno logre transformarse en quien ya es”, porque esa transformación es una producción estética. Esta frase (que también se relaciona con otra idea nietzscheana, expuesta en La gaya ciencia, que dice: “dar un estilo a la vida, a costa de un ejercicio paciente y de un trabajo cotidiano”), suena enigmática sólo si se la lee fuera del código gay. Foucault la leyó toda su vida en código gay y la convirtió en su estandarte principal.

Foucault usa esa frase de Nietzsche en medio de una discusión con alumnos norteamericanos que tenían una visión liberal respecto de la responsabilidad individual. Después de sorprender a los muchachos cuando declaró que no se sentía responsable por como había sido su propia vida, Foucault les dijo: “A nadie se le puede pedir cuenta de sus actos, a nadie se le puede juzgar por su naturaleza; ‘juzgar es lo mismo que ser injusto’, dijo Nietzsche y estoy de acuerdo. El individuo es contingente, está formado por el peso de la tradición moral; por eso no es verdaderamente autónomo. Hay que ser un héroe para enfrentarse con la moralidad de la época. Hay que ser un verdadero héroe para transformarse en lo que uno mismo es, por encima de las convenciones morales de la época”.

A esa heroicidad planteada a mediados de los 70, Foucault la comenzó a llamar “ascesis” a partir de sus investigaciones de fines de esa década realizadas para los tres tomos de la Historia de la sexualidad. Se trataba siempre de dar cuenta de un trabajo riguroso con uno mismo para transformarse en alguien no dominado por la moralidad de la época. En palabras de Wilde: hacer de la vida de cada uno una obra de arte.

No hay ni puede haber un programa, una forma de encarar la amistad gay más que siendo amigo, reinventándose en el afecto y permanentemente cambiando el proyecto. Otra vez en palabras de Wilde: “la humanidad siempre encontró su camino porque nunca supo dónde iba”. Frase que funda, a la vez, una historiografía anarquista e instaura un programa político vacío.

Permitiéndose ser incoherente, contradictorio, diferenciado según el contexto o incluso el capricho, Foucault, dice que de la amistad gay lo único que se puede afirmar son sus negaciones. Dice, por ejemplo, que no existe ni es deseable ningún proyecto de liberación sexual ni social que se proponga terminar con la afectividad entre los varones y que esta afectividad está siempre en proceso de reinventarse.

“Así como hubo una época -dice Foucault- en la cual no se pensaba en la homosexualidad, pero igualmente había relaciones sexuales entre varones o entre mujeres, quizá llegue una época en la que nadie piense ya más en la homosexualidad; pero jamás -agrega- la homosexualidad se diluirá en un pansexualismo indiferenciado, en el que los varones gay de golpe correrán embelezados para arrojarse sobre las mujeres”. Ni tampoco sucederá la inversa. Porque si bien Foucault no piensa en una amistad lesbiana, la imagina no sólo posible sino incluso deseable.

En la entrevista dedicada a la amistad gay, Foucault desconcertaba a sus lectores con un párrafo, que citaré en extenso como una forma de acabar temporariamente una cuestión que no acaba. En esta cita Foucault plantea una minuciosa provocación intelectual, ya que subvierte el sentido común casi con cada palabra: “Es una concesión a los demás presentar la homosexualidad bajo la forma de un placer inmediato, el de dos jóvenes que se conocen en la calle, se seducen con la mirada, y se tocan mutuamente el culo antes de echarse un polvo de un cuarto de hora. Hay en ello una suerte de imagen aséptica de la homosexualidad, y que pierde toda virtualidad de inquietud, por dos razones. Responde a un patrón tranquilizador de la belleza, y anula todo lo que puede haber de inquietante en el afecto, la ternura, la amistad, la fidelidad, la camaradería, el compañerismo, todas esas cosas a las que una sociedad higienizada no puede reconocerles un lugar por temor a que se formen alianzas y se propicien líneas de conducta inesperadas. Pienso que es eso lo que vuelve ‘perturbadora’ a la homosexualidad: el modo de vida homosexual más que el acto sexual mismo”.

§ 4 respuestas a El amor de los amigos

  • alejandro almada dice:

    Muy bueno ese numero de El Porteño.
    te felicito Daniel, no te recordaba de ahi
    (si lo significativo de ese reportaje a foucault. Casi un hito – a nivel del Gay Rock español-
    Recuerdo muchas lecturas con amigos. ¿que numero era?
    La nota de Perlongher esta en la antologia de articulos que salio en forma de libro?

  • Muy interesante Daniel! vengo pateando la lectura de la historia de la sexualidad de MF pero me parece que llegó el momento de arrancarlo!!
    exponés muy bien los temas y con citas acordes y valiosas!! un placer leerte!

  • Anónimo dice:

    Uno de los artículos más interesantes que he leído en mucho tiempo. Por su temática, su estilo impecable en la simpleza y profundidad, por la cercanía y el interés que suscita.Gracias .

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